Jesse Ball (Nueva York 1978).según la revista Granta es uno de "los mejores narradores jóvenes de Estados Unidos".Novelista y poeta, su cuento activa una catarata de imágenes y puede resultar fascinante y perturbador
UN SABOR A MADERA ES COMO SE DICE DIQUE UN SABOR A MADERA ES COMO SE DICE DIQUE UN SABOR A MADERA ES COMO SE
1
La mujer llevaba un sombrero de papel y un traje muy sencillo pero deprimente, una especie de reproche. El traje decía que estaba haciendo algo que deberíamos hacer los demás, o deberíamos haber hecho. ¿Qué era?
Empujaba una silla de ruedas por una calzada resquebrajada y no se detenía ante las grietas ni las fracturas. No las veía. Para ella, el trabajo consistía en llevar la silla de ruedas de un sitio a otro. Se lo habían explicado. Llevarás la silla de ruedas de este sitio, en el pabellón de pediatría, a este sitio, en el zoo, y luego la traerás de vuelta. No le habían dicho que el trabajo fuera empujar, pero ella lo había entendido así. Lo que hubiera en la silla y el estado en el que se encontrara le importaba menos. A veces era una niña, a veces un niño. Quizá. ¿Quién podía saberlo? No había nadie más. El niño podía ser o estar encantado, lloroso, insensible, furibundo, insuficiente, daba igual. Quien estuviera en la silla en ese momento (¿se había molestado en mirar?) se tambaleaba espantosamente por culpa de las grietas mientras avanzaban de forma lenta pero desquiciada hacia la puerta de dos hojas del edificio del zoo. La enfermera consideraba que la calzada en mal estado era su cruz. Trataba de allanarla con las grandes ruedas redondas de la silla, pero no servía de nada en absoluto,, sólo para hacerse mucho daño en las manos y en los brazos, y para que la silla traqueteara hasta casi hacerse pedazos.
Decían que era un zoo, pero de zoo no tenía gran cosa, ¿verdad? Embistió con el reposapiés el punto donde se juntaban las dos hojas de la puerta, contra la que estrelló la silla hasta hacerla ceder, lo que provocó un grito ahogado de la persona a la que trasladaba, pero ya la puerta había cedido lo suficiente y se había abierto un pasaje que rozó loes costados de la silla. Una vez atravesado, pisaron ya la moqueta.
2
Ese era el momento, cuando la ruedas giraban cómodamente por el tejido. Lo invadía algo parecido a la magnificencia, o la posibilidad de alcanzarla, que recorría su cuerpecillo retorcido. Antes se había visto obligado a aferrarse a la silla, que daba tumbos y lo lanzaba de un lado a otro, pero ahora ya no tenía que hacer nada. Recorría a la deriva un lugar de sombras y a ambos lados había ventanas abiertas a sitios en los que nunca había estado nadie: selvas, bosques y desiertos. Allí estaba todo lo que querías ver, pero no sabías que estaba, y cuando lo veías aún lo sabías menos, pero querías todavía más. Todo eso no significaba nada para él, sin embargo, nada para él como ir hasta el dique de los castores, al final de todo. El dique de los castores. No podía pensar en otra cosa. Se despertaba en el estrecho catre del pabellón de los tullidos y gritaba para pedir agua, y lo que en realidad quería decir cuando gritaba era: Llevadme al dique de los castores, por favor. Cuando lo cargaban hasta la trona en la que lo obligaban a comer cosas que jamás habría comido, volvía a pedirlo entre dientes, haciendo fuerza con la cabeza contra la mesa. Llevadme al dique de los castores. Después de varios días así, alguien se dio cuenta por fin de lo que tenían que hacer. Tenían que llevarlo al dique de los castores. Así pues, escribieron en el tablero: Visita semanal al zoo, con at.esp.a zona castores.
A veces intentaba hablar de los castores con las enfermeras. en realidad, no sabía qué decir, pero ellas aún sabían menos y, por mucho que tratara con todas sus fuerzas de que se dieran cuenta de lo que veía en ellos, no servía de nada. Las caras de sus enfermeras estaba selladas como las ventanas que no pueden abrirse porque se han pintado demasiadas veces, siempre habían estado así. No era ni malo ni reprochable, sencillamente era así.
Había cuatro castores en el lastimoso riachuelo situado al otro lado de la luna de vidrio. A uno le había puesto Ganthor. A uno le había puesto Stueben. A una, Mouselet. A una Ganthor. Había puesto Ganthor a dos porque aún no había decidido cuál es cuál, así que eso le parecía más exacto. De todos modos, sabía que una Ganthor era hembra. Lo que pasaba era que no tenía claro cómo se veía eso, y el movimiento de los castores era tan imprevisible que no era fácil de descubrir.
Los castores se parecían a los peces, eso se sabía, pero también podían talar árboles. Eso le gustaba. Por desgracia, en ese lugar al otro la do de la luna sólo había cosas que parecían árboles, pero no árboles de verdad. Las cosas que parecían árboles las habían hecho de forma que dieran la impresión de que los castores las habían cortado por la mitad, pero él sabía que no era cierto. Para apaciguarlos les habían llevado unos trocitos de madera en un carro, y Stueben se pasaba el día hurgando por ahí, pero nunca llegaba a descubrir qué más hacer. Los demás castores no demostraban interés.
Mouselet era rápida y tenía la nariz más limpia que los demás. Por eso la reconocía. Había un punto de la luna al que se acercaba, cosa que no hacía ninguno de los otros tres. Esa era otra señal.
Ganthor quizá pataleaba al nadar un poco más de lo que parecía necesario. Stueben hurgaba. Así eran los castores y sus costumbres.
La enfermera se quedó allí plantada con aire exagerado, respirando también con aire exagerado delante de la luna. Le latía el corazón y siempre tenía la impresión de que no era el suyo. Era una enfermedad de la que antes se moría la gente: la sensación de que tu corazón era de otro y el terror de que latiera pegado a ti. Un corazón examinado de ese modo empieza a agitarse y más temprano que tarde se detiene, como un pez en un balde sin agua, aplasta su silueta, pierde su naturaleza.
3
Dijo: Mira, Ganthor sale del dique. Mira. Pero la enfermera no miraba.
Ganthor quiere pasar al otro lado porque le gusta más. Ya está Ganthor al otro lado, y también allí, y quieren estar juntos, así que se reunían en el centro.
Ese era otro motivo por el que los dos se llamaban Ganthor: siempre se reunían en el centro, a saber por qué.
A Stueben le pasaba algo en la cabeza, y cuando hurgaba a veces se paraba y la apretaba contra alguna parte puntiaguda de la madera, como si tratara de descubrir lo que había sucedido. Daba igual que hubiera sucedido hacía mucho tiempo, él seguía intentando descubrirlo. No tenía buenas perspectivas.
A veces los castores se acercaban y se ponían en fila cerca de la luna. Mouselet delante, en su sitio, los dos Ganthor por allí detrás, donde fuera, y Stueben un poco hacia un lado, como torcido. Allí se quedaban mirando al exterior, y entonces no quedaba claro de quién era cada lado de la luna. A la enfermera no le hacía ninguna gracia.
Ah, ya están otra vez, mascullaba, y maldecía en voz baja, frotándose las muñecas, y daba la vuelta a la silla de ruedas. Se acabó el zoo de los cojones.
Pero aquel día no quería marcharse y, cuando la enfermera dio la vuelta a la silla, trató de volverse y seguir mirando al los castores. Estaba seguro de que lo habían visto. Notaba que lo habían visto claramente por la luna. ¿Era posible? Trató de gritar, y lo consiguió, gritó y su grito fue algo que nunca se había oído.
A su espalda se produjo un estallido tremendo y la enfermera echó a correr.
4
Los castores estaban a la expectativa, esperaban su oportunidad. Presentían que iban a verlo aparecer y trataban de enseñarle, mediante una conducta semirritual, lo que tenía que saber. Al final de cada representación se reunían para saludar y luego volvían a empezar por el principio. Las veces que haga falta, se decían los unos a los otros. Las veces que haga falta.
Hablaban, en la oscuridad del dique, del día en que pudiera llamarlos y en lo que harían entonces. Era una esperanza contra la esperanza, y a veces Ganthor tenía la impresión de que no llegaría a suceder. Ganthor decía: Esperamos en balde, completamente en balde. Y entonces Mouselet de daba de cabezazos contra el suelo y Stueben vomitaba y Ganthor se meaba. Pero eran firmes como tablones y su fuerza renacía cada mañana. Por mucho que eles arrebataran, siempre renacía, porque no tenían otro trabajo, y siempre hay fuerza para hacer el trabajo que te corresponde.
Lo queremos, dijo Stueben un buen día. Es cuestión de amor. Ganthor dijo que él no quería a nadie. Ganthor repitió lo mismo. Mouselet dijo que todo se conseguía gracias al amor, que no había nada más, a sí que...
Sin embargo, Stueben insistía en que aquello era distinto. No estoy haciendo el trabajo que me tocaría. con ese montón de madera puedo hacer algo que llegue hasta él. Estoy convencido.
Y cuando suceda, dijo, cuando llegue el momento, tendrás que estar preparada, Mouselet. A ti te corresponde resquebrajar la luna.
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La enfermera siguió corriendo, presa del miedo, y su indumentaria de papel se rasgó por todas partes. Empujaba la silla de ruedas de cualquier forma y se dio la vuelta, se dio la vuelta sobre la rueda rota y a la enfermera se le enredó la pierna y se cayó hacia delante, por delante de la silla, y fue a darse de bruces contra el suelo, agitando la lengua para chillar. Aparecieron los castores, estaban entre ellos. Era una pregunta disparatada, gritada delante de la cara, y los castores saltaron como brazos por los aires. La enfermera murió en cuestión de segundos; le dieron la espalda y retiraron la silla del caído.
Mi amor, gritaban, mi amor, cariño, y lo golpeaban con las manos y las patas traseras, con la cola y con la boca, con los ojos y con la nariz, las cerdas, las crestas y el pico. Lo despedazaron, lo vengaron, lo liberaron. Él se agazapó debajo y le arrancaron las piernas tullidas, lo mismo que los hombros retorcidos, el cuellecito falso, los ojos bizcos, los mechones caídos por las orejas, todo acabó arrancado. Y así quedó por fin, como uno de ellos, limpio y lozano, con el robusto pelaje agitado en los bordes, los dientes fuertes, el azote plano, la robustez de su salto, su nado y su inclinación.
Lo levantaron y se irguió ante ellos, y tan felices estaban todos, tan absoluta era su victoria, que en el fondo no sabían si volver al dique o ir a otro lugar. ¿Dónde más podían estar? Se miraron; eran muchos, pero también muy pocos. Eran demasiado viejos y demasiado jóvenes. Todos los años que les quedaban no podían tacharse más que por accidente, pero de repente tuvieron una sensación: estaban suspendidos en lo alto, por algún motivo veían el paso plano y acelerado del tiempo. Pero ante sus ojos se ondulaba y se desgarraba como el calor.
Allí estaban juntos, en aquella moqueta ridícula, y el sonido que hacían era el de los castores.
*
Amigos, lo que quiero decir es que esta vida es poco profunda, como una bandeja. No va más allá.
Os quiero a todos. Ahora os conozco y os quiero, y da igual, porque esta vida va a matarnos sin conocernos y va a hacer añicos nuestro hermoso corazón sin verlo siquiera, y no hay nada que respire nada cualquier cosa para respirar dentro de una piedra.
Traducción de Carlos Mayor
GRANTA en español. nº 21 Primavera 2018
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