"¿Sabe usted cómo escribo yo mis cuentos? -le dijo a Korolenko, el periodista y narrador radical, cuando acababan de conocerse- Así." Echó una ojeada a la mesa -cuenta Korolenko- tomó el primer objeto que encontró, que resultó ser un cenicero, y poniéndomelo delante dijo: " Si usted quiere mañana tendrá un cuento. Se llamará El cenicero."Y en aquel mismo instante le pareció a Korolenko que aquel cenicero estaba experimentando una transformación mágica: "Ciertas situaciones indefinidas, aventuras que aún no habían hallado una forma concreta, estaban empezando a cristalizar en torno al cenicero". V.NABOKOV/"Chéjov"


"¿Has visto alguna vez un montaje realmente hermoso de, digamos, "El jardín de los cerezos"? No me digas que sí. Nadie lo ha visto. Puede que hayas visto "montajes inspirados, montajes eficaces", pero nunca algo hermoso. Nunca una versión en la cual todos los que salen al escenario estén a la altura del talento de Chéjov, matiz por matiz, carácter por carácter."-J.D.Salinger

Letras Libres: 17 enero 2020 ***Feliz cumpleaños,Anton Chéjov

sábado, 13 de diciembre de 2014

Hemingway y García Márquez










Con Mi Hemingway personal, Gabriel García Márquez  escribió un artículo analítico y crítico pero también cálido, sobre un escritor que admiraba y conocía a fondo  a través de insistentes lecturas... y un encuentro fugaz. 

En pocas líneas  el mago colombiano traza un  retrato literario  del escritor estadounidense de quien destaca el talento, la maestría en el oficio, y, ... el  corto aliento,  que hace que lo mejor de su obra se encuentre en   las narraciones cortas   o en ese precioso libro de reflexiones, recuerdos y emociones soterradas que es París era una fiesta.

Dice Gabo que en los  mejores cuentos de Hemingway hay "algo que les quedó faltando" y permanece sumergido, oculto, junto a diálogos verosímiles de sencilla naturalidad. En  Un canario para regalar ,aunque no sea su mejor cuento, quedó mucho sumergido y hay buenos diálogos...



                             
                     Edward Koren, The New Yorker 
                       "Hemingway! Es bueno?"
                             



Mi Hermingway personal 
"Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero.Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de la Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir. 
Por una fracción de segundo -como me ha ocurrido siempre- me encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o sólo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante, sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva y grité de una acera a otra: "Maeeeestro". Ernerst Hemingway comprendió que no había otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó  en castellano con una voz un tanto pueril: "Adioooós, amigo". Fue la única vez que lo vi. 
   Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias, sino todo lo contrario:  como dos formas distintas y excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo  junto a dos perritos blancos, en el retrato célebre que le hizo Cartier Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la impresión  de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre. 
No sé quien dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque este no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran  resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración , con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista  por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway  es el que más ha tenido que ver con mi oficio. 
No sólo  por sus libros, sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review enseñó para siempre -contra el concepto romántico de la creación-  que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo."Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo- ,sólo la muerte puede ponerle fin." Con todo su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día solo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir.  Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido por los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro  del ámbito vasto y azaroso de una novela.Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.
Un solo disparo de  Francis Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió "como un gato doblando una esquina". Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que solo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway  está llena de estos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de la escritura literaria -como iceberg- sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.   

   Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas, sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas, él mismo dijo que no  tenía un plan preconcebido para componer el libro, sino que lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. como aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la  corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos -según el mismo le contó a George Plimpton- fueron "Los asesinos", "Diez Indios" y "Hoy es viernes", y los tres son magistrales.
Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más cortos: "Gato bajo la lluvia". sin embargo, aunque parezca una burla del destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda :Al otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica literaria  en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de los más brillantes orfebres  de diálogos de la historia de las letras.Cuando el libro se publicó en 1950, la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no pareció digno de un autor de su tamaño. No sólo era su mejor novela, sino también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica de los pocos años que le quedaban por vivir. en ninguno de sus libros dejó tanto de sí mismo ni consiguió  plasmar con tanta belleza y tanta ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural,  era la prefiguración cifrada de su propio suicidio. 

Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un escritor entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la place de Saint Michel que él consideraba bueno para escribir porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable y siempre he esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tarde de vientos helados que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. "Eres mía y París es mío", escribió para ella , con ese inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo para siempre. No puedo pasar por el número 112 de la calle del Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las praderas de Kenia, con solo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores , de artistas y pistoleros que sólo existieron por un instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales se apropió con sólo mencionarlos. En Cojimar, un pueblecito cerca de la Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un templete conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway  pintado con barniz de oro. En Finca Vigía, su refugio cubano donde vivió hasta muy poco antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro -que es un empecinado lector de literatura- y vi en el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. "Es el maestro Hemingway ", me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina -veinte años después de muerto-, tan persistente y a la vez tan efímero como aquella mañana, desde la acera opuesta de bulevar de Saint Michel."  
             Gabriel García Márquez,El País,julio 1981 

                     
                                                                 
                              



Un canario para regalar

El tren pasó a gran velocidad junto a una casa de piedra rojiza que tenía un jardín y cuatro gruesas palmeras con mesas ala sombra. Al otro lado estaba el mar. Luego cruzó una endidura en una montaña de piedra rojiza y arcilla, y el mar solo se veía esporádicamente y de lejos.    Lo compré en Palermo- dijo la señora americana-.          Solo estuvimos una hora en tierra y era domingo por la mañana. el hombre quería que le pagara en dólares y le di un dolar y medio. La verdad es que canta estupendamente.    Hacía mucho calor en el tren y mucho calor en el coche cama.        No entraba la menor brisa por la ventana abierta. La señora americana bajó las persianas y ya no se vio el mar, ni de vez en cuando. Al otro lado había un cristal, luego una ventana abierta, y al otro lado de la ventana árboles polvorientos y una carretera grasienta y viñedos chatos, y colinas de piedra gris detrás. 
   Al entrar en Marsella salía humo de muchas chimeneas altas, y el tren aminoró la marcha y siguió una vía entre las muchas que se dirigían a la estación. El tren permaneció  veinticinco minutos en la estación de Marsella, y la señora americana compró The Daily Mail y una botella de medio litro de agua Evian. Caminó un poco por el andén pero se quedó cerca de los escalones del vagón porque en Cannes, donde pararon veinte minutos, el tren no dio señal alguna de que fuera  asalir y lo cogió por los pelos. La señora americana era un poco sorda y le daba miedo que dieran alguna señal de partida y no la oyera.   
   El tren salió de la estación de Marsella, y no solo dejaron atrás el patio de maniobras y el humo de las fábricas, sino, volviendo la mirada, la ciudad de Marsella y el puerto con las colinas de piedra detrás y el último resplandor del sol en el agua. Mientras oscurecía. el tren pasó junto a una granja que ardía en medio de un campo. Varios coches se habían parado en la  carretera, y en el campo se esparcían los colchones y demás objetos del interior de la granja. Mucha gente miraba  arder del edificio. Cuando ya había oscurecido, el tren llegó a Aviñón. La gente subía y bajaba de los vagones. En el quiosco, los franceses de regreso a París, compraban la prensa francesa. En el andén había soldados negros. Llevaban uniformes marrones, eran altos y tenían la cara reluciente, con aspectos de estar bien afeitados a la luz eléctrica. El tren dejó atrás la estación y los negros seguían allí. Un sargento blanco y bajito estaba con ellos. 
   Dentro del coche cama el mozo había bajado las tres camas empotradas en la pared y las había preparado para dormir .Por la noche la señora americana no podía dormir porque el tren era un rapide  e iba muy deprisa y le daba  miedo la velocidad de noche.La cama de la señora americana estaba junto a la ventanilla. El canario de Palermo, con una tela cubriendo la jaula, estaba a salvo de la corriente, en el pasillo que daba a los compartimientos de los servicios. Fuera del compartimiento había una luz azul, y toda la noche el tren fue muy deprisa y la señora americana permaneció despierta a la espera de un descarrilamiento.
           Por la mañana el tren estaba cerca de París, y la señora americana, después de salir de los servicios con un aspecto muy saludable y de mediana edad americano, a pesar de no haber dormido, y después de que hubiera quitado la tela que cubría la jaula y colgado la jaula al sol, se fue al vagón restaurante a desayunar. Cuando regresó al coche cama, habían vuelto a empotrar las camas en la pared para convertirlas en asientos, el canario sacudía las plumas al sol que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de París. 
 -Le encanta el sol- dijo la señora americana-. Ahora cantará un poco.
   el canario sacudió las plumas y las picoteó.
-Siempre me han encantado los pájaros -dijo la señora americana-. Me lo llevo a casa, con mi hija, Mire...ahora canta.
   El canario gorjeó y se le erizaron las plumas del cuello, a continuación bajó el pico y comenzó a picotearse de nuevo las plumas. El tren cruzó un río y pasó entre un bosque cuidado con mucho esmero. Pasó por las afueras de muchas poblaciones de als inmediaciones de París. en las poblaciones había tranvías y grandes anuncios  de la Belle Jardinière y Dubonnet y Pernod en los muros encarados al tren.  Todo lo que se veía desde el tren parecía aún sin desayunarse. Llevaba varios minutos sin escuchar a la señora americana que hablaba con mi mujer.
   -¿Su marido también es americano? -preguntó la señora.
   -Sí -dijo mi mujer-. Los dos somos americanos.
   -Pensaba que eran ingleses.
   -Oh, no.
   -A lo mejor es porque llevo tirantes -dije. Había empezado a decir la palabra americana, suspenders, pero al momento la cambie a la inglesa, braces, para mantener mi carácter británico. La señora americana no me oyó. La verdad es que estaba bastante sorda; leía los labios, y yo no había mirado en dirección a ella. Yo miraba por la ventana. ella seguía hablando con mi esposa.
   - Me  alegro de que sean americanos. Los hombres americanos son los mejores maridos -estaba diciendo la señora americana-. Por eso nos fuimos de Europa, ya sabe. Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey.-Se interrumpió-. Se enamoraron locamente. -Hizo otra pausa-. Me la llevé, desde luego.
   -Y su hija, ¿lo superó? - preguntó mi esposa.
   - No lo creo -dijo la señora americana-. No comía nada y tampoco dormía. He hecho todo lo que he podido, pero no parece interesarse por nada. Nada le importa. No podía permitir que se casara con un extranjero.-Hizo una pausa-. Alguien, un muy buen amigo mío, me dijo una vez: "Ningún extranjero puede ser un buen marido para una chica americana".
   -No dijo mi mujer-, supongo que no.
   La señora americana admiró el abrigo de viaje de mi mujer, y resultó que la señora americana había comprado su ropa durante veinte años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas, y una vendeuse que la conocía y sabía cuáles eran sus gustos le escogían los vestidos y se los mandaban a Estados Unidos. Le llegaban a la oficina de correos que quedaba cerca de su casa, en la zona residencial de Nueva York donde vivían, y los impuestos nunca eran exorbitantes, pues habían la caja en la misma oficina de correos para tasar los vestidos, y estos eran siempre sencillos, sin encaje de oro ni ningún ornamento que los hiciera parecer caros. Antes de la actual vendeuse, Thérèse, había habido otra, llamada Amélie. Solo había habido esas dos en veinte años. La modista había siendo siempre la misma. Los precios, no obstante, habían subido.Aunque el cambio los compensaba.Ahora también tenían las medidas de su hija. Ya era una mujer adulta y no había muchas posibilidades de que cambiaran.
   El tren ya estaba entrando en París. Habían derribado la fortificaciones, pero la hierba no había crecido. Había muchos vagones sobre los raíles: coches restaurantes de madera marrón y coches cama de madera marrón que seguirían hacia Italia a las cinco de la tarde; los vagones llevaban el cartel París-Roma; y había vagones con asientos en el techo en los trenes de cercanías, y a ciertas horas iban llenos de gente, incluso en el techo, sí es que eso se seguía haciendo, , y pasaron junto a muchas paredes  blancas y muchas ventanas de casas. Todo aquello estaba aún sin desayunar.
   -Los americanos son los mejores maridos -le decía la señora americana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres americanos son los únicos del mundo con los que una se puede casar.
   -¿Cuánto hace que se fue  de Vevey? -preguntó mi mujer. 
   -Hará dos años este otoño. Es a ella a quien le llevo el canario.
   -El hombre de quien estaba enamorada su hija ¿era suizo?
   -Sí -dijo la señora americana-.Era de una familia muy buena de Vevey. Iba a ser ingeniero. se conocieron en Vevey. Daban largos paseos juntos.
   -Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Estuvimos en nuestra luna de miel.
   -¿De verdad? debió sr estupendo. No tenía idea, claro, de que ella se había enamorado de él.
   -Era un lugar encantador dijo mi mujer.
   -Sí -dijo la señora americana-. es un lugar encantador, ¿verdad? ¿Dónde se alojaron?
   -En el Triois Couronnes -dijo mi mujer.
   -Es un hotel antiguo precioso -dijo la señora americana.
   -Sí -dijo mi mujer-. Teníamos una habitación muy bonita y en otoño el campo era una maravilla.
   -¿Estuvieron allí en otoño?
   -sí -dijo mi mujer.
   Pasamos junto a tres vagones que habían descarrilado. Tenían un boquete surcado de astillas y los techos se habían hundido.
   -Mirad -dije-. Ha habido un descarrilamiento.
   La señora americana miró a tiempo de ver el último coche.
   -Toda la noche he pasado miedo de que nos pasara a nosotros -dijo-. a veces tengo terribles presentimientos. Nunca volveré a viajar en un rapide por la noche. Debe de haber otros trenes cómodos que no vayan tan rápido.
   El tren no tardó en adentrarse en la oscuridad de la Gare de Lyon, se detuvo y los mozos se acercaron a las ventanillas. Les entregué nuestro equipaje por la ventanilla y salimos al andén en penumbra; la señora americana se puso en manos de uno de los tres hombres de Cook's, quien lñe dijo: "Un momento, señora, y buscaré su nombre".
   El mozo acercó su carrito y amontonó en él el equipaje y mi mujer se despidió y yo me despedí de la señora americana, cuyo nombre había encontrado el hombre de Cook's en una página mecanografiada que formaba parte de un fajo de páginas mecanografiadas que se volvió a meter en el bolsillo.
   Seguimos al mozo y al carrito por el largo andén de cemento que había junto al tren. Al final había una puerta y un hombre nos cogió los billetes.
   Regresábamos a París para instalarnos en residencias separadas.





Ernest HEMINGWAY, Cuentos,Lumen


martes, 18 de noviembre de 2014

Anton CHEJOV y uno de sus cuentos: "IVÁN MATVEICH"






La Editorial Páginas de Espuma continúa su plan de publicar todos los cuentos de  Antón Chéjov, un tomo por año. 
Con la colaboración del  Ministerio de Educación, y Cultura acaba de aparecer el Segundo Tomo,-1065 pp.-  que abarca los años  1885-1886.La cuidada edición de Paul Viejo está hecha con fervor, y minuciosidad. Un acontecimiento para celebrar por los  seguidores, siempre en aumento, del autor ruso maestro por su capacidad para " la sugerencia y la elipsis, sus estructuras y su arriesgada modernidad". Antón CHÉJOV,"El padre del cuento.Un punto de partida para la literatura", recuerda el editor.

 "Iván Matveich"se publicó en la Gaceta de San Petersburgo el 3 de marzo de 1886 y  estaba firmado, todavía, por "A. Chejonte".  traducción,  Victor Gallego Ballestero.]




                                                            IVÁN MATVEICH



 
   Ya son más de las cinco de la tarde. Un sabio ruso de bastante renombre -lo llamaremos sencillamente un sabio- está sentado en su despacho y se muerde con inquietud las uñas.
   -¡Es absolutamente escandaloso!- dice mirando a cada momento el reloj-. No cabe mayor desconsideración por el tiempo y el trabajo ajenos. ¡En Inglaterra un individuo así no ganaría ni un céntimo y se moriría de hambre! Ya verás lo que te espera cuando llegues...
   Y sintiendo la necesidad de descargar en alguien su irritación y su impaciencia, el sabio se acerca a la puerta de la habitación de su mujer y llama:
   -Escucha Katia -dice con voz indignada-. Si ves a Piotr Danilich, dile de mi parte que las personas decentes no se comportan de ese modo. ¡Qué vergüenza! ¡Recomendarme un amanuense sin saber quién es ! Ese muchacho se retrasa sistemáticamente dos o tres horas cada día. ¿Qué clase de amanuense es ese?¡Para mí esas dos o tres horas  son más valiosas que para otros dos o tres años! ¡Cuando llegue, lo regañaré como a un perro, no le pagaré y lo pondré de patas en la calle! ¡con gente así no puede uno andarse con contemplaciones!.
   -Todos los días dices lo mismo y nunca haces nada.
   -Pues de hoy no pasa. Ya he  perdido bastante tiempo por su culpa. ¡Perdona si oyes palabras gruesas, voy a jurar como un carretero!
 
   Pero he aquí que suena por fin el timbre. El sabio adopta un aire de severidad, se yergue y, echando la cabeza hacia atrás, se dirige al vestíbulo. Allí, junto a la percha, se encuentra su amanuense Iván Matveich, un joven de unos dieciocho años, con el rostro oval como un huevo, imberbe, con un abrigo usado y raído y sin chanclos. Jadea y limpia cuidadosamente en el felpudo sus botas grandes y toscas, tratando de ocultar de la mirada de la doncella un agujero por el que asoma un calcetín blanco. Cuando ve al sabio, esboza una de esas sonrisas amplias, prolongadas y algo bobaliconas de que solo son capaces los niños y las personas muy ingenuas.
   -Buenas tardes -dice, tendiéndole una mano enorme y mojada- ¿Se le ha pasado el dolor de garganta?
   -¡Iván Matveich! -dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo y enlazando los dedos de las manos-. ¡Iván Maleveich! -luego se abalanza sobre el amanuense, lo agarra por un hombro y lo sacude sin violencia-. ¿Cómo puede tratarme así? -dice con desesperación -. ¡Es usted un hombre ruin y despreciable! ¿Cómo puede tratarme así? ¡Está usted burlándose, mofándose de mí!

   Iván Matveitch, a juzgar por su sonrisa, que aún no se ha borrado del rostro, esperaba un recibimiento muy distinto; por ello cuando repara en la expresión indignada del sabio, estira a jun más su semblante ovalado y, lleno de asombro, abre la boca.
   -¿Qué...qué pasa?-pregunta.
   -¿Y me lo pregunta usted?- exclama el sabio, levantando las manos-. ¡Sabe lo importante que es el tiempo para mí y se retrasa de este modo! ¡Llega usted dos horas tarde...! ¡No tiene vergüenza!
   -Es que no vengo directamente de casa -balbucea Iván Matveich, desanudándose la bufanda con indecisión-. He ido a ver a mi tía para felicitarle el santo y su casa está a unas seis verstas de aquí...Si hubiera venido directamente de casa, sería otra cosa.
   -Reflexione usted, Iván Matveich, y se dará cuenta de que su proceder carece de sentido.Aquí hay un trabajo que hacer, un trabajo urgente, ¡y usted se va por ahí a celebrar el santo de su tía! ¡Ah, acabe de desanudarse de una vez esa horrible bufanda! ¡Esto es verdaderamente intolerable!
   El sabio se abalanza de nuevo sobre el amanuense y le ayuda a quitarse la bufanda.
   -Qué torpe es usted...Bueno, vamos...¡Dese prisa, por favor!
   Sonándose en un pañuelo sucio y arrugado y arreglándose su astrosa levita gris, Iván Matveich atraviesa la sala y el comedor y entra en el  despacho. Allí hace tiempo que tiene preparado el lugar para escribir, el papel y hasta los cigarrillos.

   -Siéntese, siéntese- le apremia el sabio, frotándose las manos con impaciencia-. Es usted un hombre insoportable...Sabe que el trabajo es urgente y se retrasa de este modo. Tengo que regañarle aunque no quiera. Bueno, escriba...¿Dónde habíamos quedado?
   Iván Matveich se alisa los erizados cabellos, cortados a trasquilones, y toma su pluma. El sabio se pasea de un rincón al otro, se concentra y empieza a dictar.
   -La cuestión es...coma...que algunas formas que podríamos llamar fundamentales...¿lo ha escrito?Están condicionadas exclusivamente por la existencia de esos principios...coma...que encuentran expresión en sí mismos y solo pueden encarnarse en ellos...Nueva línea...Ahí, por supuesto, hay que poner un punto...La mayor independencia se encuentra...se encuentra...en aquellas formas que tienen un carácter menos político...coma...que social...
   -Ahora los alumnos de secundaria tiene otro atuendo...de color gris...-dice Iván Matveich-. Cuando yo estudiaba, era más bonito: llevábamos un uniforme...
   -¡Ah, escriba, por favor! -se enfada el sabio-. ¿Ha escrito usted "social"? Pero en lo que  se refiere  a las reformas relativas a la organización...de las funciones gubernamentales y no a la reglamentación de usos y costumbres populares...coma...no puede decirse que se distingan por las características nacionales de sus formas...las cinco últimas palabras van entrecomilladas...Eh...Bueno...¿Qué decía usted del Instituto?
   -Que en  mis tiempos llevábamos otro uniforme.
   -Ah...sí...¿Hace mucho que abandonó los estudios?
   -¡Pero si se lo dije ayer! Hace ya tres años...Lo dejé en cuarto.
   -¿Por qué razón? -pregunta el sabio, echando una ojeada a lo que acaba de escribir Iván Matveich.
   -Por razones de familia.
   -¡Otra vez tengo que repetírselo, Iván Matveich! ¿Cuándo perderá usted la costumbre de separar tanto las palabras? en un renglón no debe  haber menos de cuarenta letras!
   -¿Se figura que lo hago a propósito? -replica ofendido Iván Matveich-.Además, otros renglones superan esa cifra...Cuéntelas.
   Pero si le parece que separo demasiado las palabras, puede usted quitármelo de la paga.
   -¡No se trata de eso!Qué poco delicado es usted, la verdad...A la menor alusión, saca usted a colación el dinero. Lo principal es la puntualidad, Iván Matveich. ¡La puntualidad es esencial! Debe usted acostumbrarse a ser puntual.
   La doncella entra en el despacho llevando una bandeja con dos vasos de té y una cesta llena de galletas...Iván Matveich coge torpemente su vaso con ambas manos y al punto empieza a beber. El té está demasiado caliente. Para no quemarse los labios, Iván Matveich trata de tragarlo a pequeños sorbos. Come una galleta, luego otra, a continuación una tercera y, con aire confuso, mirando al sabio de reojo, tiende con timidez la mano hacia la cuarta...Sus ruidosos sorbos, la glotonería con que mastica, y la expresión de hambrienta avidez de sus cejas levantadas irritan al sabio.
   -Acabe de una vez...El tiempo es oro.
   -Siga dictando. Puedo beber y escribir a un tiempo...Le confieso que tenía hambre.
   -¡No me extraña, ha venido a pie!
   -Sí...¡Y vaya tiempo malo! En mi tierra en esta época huele ya a primavera...Hay charcos por todas partes, la nieve se derrite.
   -Es usted del sur, ¿no es así?
   -Sí, de la región del Don...Allí en el mes de marzo ya es primavera. Aquí aún hiela y todo el mundo lleva pelliza; allí en cambio ya asoma la hierba...Todo está seco y hasta se pueden coger tarántulas.
   -Y ¿para qué?
   Pues...para pasar el rato...-dice Iván Matveich con un suspiro-. Es divertido. se pega a un hilo un trocito de resina, se mete en el nido y se golpea a la tarántula en el lomo; entonces, la muy canalla, se irrita, coge la resina con las patas y queda atrapada...¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana entera y soltábamos dentro una bijorka.
   -¿Qué es una bijorka?
   -Una araña parecida a la tarántula. En una batalla una sola de ellas puede matar  cien tarántulas.
   -Ya...Bueno, sigamos escribiendo...¿Dónde se ha quedado usted?
   -El sabio dicta unos veinte renglones más, luego se sienta y se sumerge en sus propios pensamientos.
   Mientras espera el resultado de esa reflexión, Iván Matveich estira el pescuezo, tratando de acomodar mejor el cuello de su camisa. La corbata no está bien anudada, los botones se han soltado y el cuello se abre a cada momento.
   -Sí...-dice el sabio-. Bueno...¿Aún no ha encontrado colocación Iván Matveich?
   -No. ¿Dónde encontrarla? Había decidido partir como voluntario, sabe. Pero mi padre me aconseja que me haga mancebo de farmacia.
   -Ya...Mejor sería que ingresara usted en la universidad. El examen es difícil, pero con paciencia y dedicación se puede superar. Estudie, lea usted más...¿lee usted mucho?
   -Poco, lo confieso...-dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo.
   -¿Ha leído a Turguéniev?
   -No...
   -¿Y a Gógol?
   -¿A Gógol? ¡Hum...! Gógol...¡No,  no lo he leído!
   -¡Iván Matveich! ¿No  le da a usted vergüenza? ¡Ay, ay! Un muchacho tan listo y original como usted y resulta...¡que ni siquiera ha leído a Gógol! ¡Haga el favor de leerlo!¡Yo se lo daré! ¡Tiene que leerlo sin falta! ¡De otro modo acabaremos discutiendo!
 
   De nuevo se hace el silencio. el sabio está recostado en un mullido sofá y medita, mientras Iván Matveich, dejando en paz el cuello, concentra toda su atención en las botas. No se había dado cuenta de que la nieve al fundirse, había formado dos grandes charcos bajo sus pies. Se siente avergonzado.
   -Hoy no me sale nada...-masculla el sabio-. Me parece, Iván Matveich, que también es aficionado usted a  capturar pájaros.
   -Eso es en otoño...Aquí no los cazo, pero en mi tierra no hacía otra cosa.
   Ya...Bueno. en cualquier caso, hay que escribir.
   El sabio se levanta con decisión y empieza a dictar, pero al cabo de diez renglones vuelve a sentarse en el sofá.
   -No, mejor será que lo dejemos para mañana por la mañana -dice-. Vuelva mañana, pero antes, a eso de las  nueve. que Dios le proteja si se retrasa.
   Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa  y se sienta en otra silla. Después de unos cinco minutos de silencio, empieza a sentir que es hora de marcharse, que está de más en esa casa, pero se encuentra tan a gusto en el despacho del sabio, una habitación luminosa y caldeada, y el sabor de las galletas de mantequilla y del té azucarado está tan fresco en la memoria que se le encoge el corazón ante la sola idea de volver a su casa, donde le espera la pobreza, el hambre y el frío, un padre gruñón y una sarta de reproches; allí, en cambio, reinan la tranquilidad y el sosiego y hasta hay alguien que se interesa por sus tarántulas y sus pájaros.
   El sabio consulta su reloj y coge un libro.
   -Entonces ¿va a prestarme un ejemplar de Gógol? -pregunta Iván Matveich, poniéndose en pie.
   -Sí, sí. Pero ¿por qué tiene tanta prisa, amigo? Siéntese y cuénteme algo...
   Iván Matveich se sienta y esboza una amplia sonrisa. Pasa casi todas las tardes en el despacho del sabio, en cuya voz y mirada percibe un matiz especialmente delicado y afectuoso, casi paternal. En algunos momentos hasta le asalta la sospecha de que el sabio le aprecia y se ha acostumbrado a él, y se figura que los reproches que le dirige cuando se retrasa solo se debe a que echa de menos sus comentarios sobre tarántulas y el modo de coger jilgueros a orillas del Don.



Antón P. CHÉJOV, Cuentos Completos, PÁGINAS DE ESPUMA, Madrid, 2014

miércoles, 15 de octubre de 2014

VLAMINCK el color como pasión y destino

                        




Maurice de Vlaminck (París,1876-1958) recuerda la idea del griego Heráclito del carácter como destino. Apasionado, espontáneo, revolucionario, libertario,...fue el más fauve entre los fauves.

Nació en París de padres músicos que daban clases de piano. Maurice tras unos estudios mediocres pasó por diferentes profesiones. Fue:
-Entre 1893-96, corredor ciclista profesional,
-Entre 1896-97, profesor de violín y músico en una orquesta por las  noches,
-De 1898 a 1899 periodista anarquista, 
-En 1899 le interesó la pintura y compartió estudio con su amigo  André Derain  hasta 1901.
                                
                                                          Autorretrato 1912                    


Alardeaba  de ser autodidacta, de no haber seguido nunca un curso de arte y de no haber entrado jamás en un museo. En 1901 la exposición retrospectiva  de Van Gogh en la galería Berheim  fue una revelación que le llevó a  exclamar:"Amo más a Van Gogh que a mi padre" y le  hizo adicto al color puro empleado con generosidad y total libertad. En la exposición de Van Gogh Derain le presentó a Matisse.                 

                                          

                                        
                                               André Derain su amigo.

                                          
                                    Guillaume Apollinaire, poeta,crítico, activista artístico y amigo




El Fauvismo y Vlaminck.-


Matisse, Derain y Vlaminck protagonizarían  el escándalo del Salón de Otoño de 1905. El crítico Vauxcelles calificó de fauves (fieras) a los jóvenes  que exponían  pinturas  de colores intensos empleados de forma arbitraria, al margen de la naturaleza.


En torno a Matisse estaban Vlaminck, Derain, Rouault, Van Dongen, incluso Braque deslumbrado por la libertad de la nueva pintura vivía una etapa  fauvista  que abandonaría para emprender con Picasso el camino aún más radical hacia el Cubismo.


En el origen del  Fauvismo confluyeron  las reflexiones  plásticas de los postimpresionistas, Cezanne pero sobre todo de Gauguin y Van Gogh y sorprendentemente  de un profesor de la  Escuela de Bellas Artes de París,  el pintor  Gustave Moreau que alentó en sus alumnos tendencias muy alejadas del preciosismo simbolista que él practicaba


              .


Detrás  del Fauvismo no había una  teoría formal pero se  reflejaba la sensibilidad de principios del siglo XX. A una poética de la electricidad, de la velocidad y  del dinamismo modernos corresponde en la pintura fauve  la exaltación del color puro y la violencia de la pincelada y la rapidez de ejecución.

Los pintores fauves  tenían en común la exaltación del color puro,el rechazo de la perspectiva y de los valores clásicos (medida, proporción, armonía...) y también el  rechazo del espacio clásico, de la luz y del naturalismo impresionistas.Acentuaba lo sensorial sobre lo racional y Maurice Vlaminck, vitalista, explosivo,cargado de vigor y energía encontró en él la libertad expresiva que necesitaba. 
                                                                
Frecuentaba el  grupo del Bateau-Lavoir en Montmartre  al que aporta una nota pintoresca con su contextura atlética, el jersey de cuello alto recuerdo  de sus días de ciclista y maneras rudas y sencillas. Allí se reunía con sus amigos Derain,  Picasso, Apollinare, Max Jacob, André Salmon...

En 1906 el marchante Vollard le compró toda su producción y pudo vivir de la pintura.Su primera exposición particular se celebró en 1907 en la galería Vollard. En 1914 fue movilizado y trabajó durante la guerra en una fábrica.

Se casó  dos veces, - una antes de los veinte años- tuvo cinco hijas y cuando el éxito se lo permitió abandonó el ruidoso  París y se instaló en el campo.Fue un escritor interesante que ha dejado una veintena de obras entre novelas, poesía y ensayos.

                                 
                   
                                          

                                          
                                         
                                         
                                         
                                          
                                                     Vlaminck cubista, h1910                                        
                                         

                                          
                                
                                              1946.-Mies bajo la tormenta.


Vlaminck creó imágenes  turbulentas,y vehementes de la naturaleza y en los  paisajes vuelca un amor directo, cargado de pathos. Desplazó la línea a un puesto subalterno  y empleaba a menudo el color directamente del tubo en espesos empastes.El color, más emocional que la línea ponía en evidencia un arte que activaba la pasión.

Su interés por el Cubismo  fue episódico.Le parecía demasiado intelectual, cerebral y seco y su pintura volvió a ser la que le marcaba su temperamento y su carácter.

                                     
                          Una de las muchas  litografías que hizo en un estilo a la vez vigoroso y lírico.





martes, 12 de agosto de 2014

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ / II.- "El Ahogado Más Hermoso Del Mundo" (1968)




"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo."
 17 abril 2014

La escritura de García Márquez está hecha de audacias de la imaginación, imágenes inusuales, ritmo y  el uso   de las palabras  valorando el peso de su sonido, como los poetas... más   la corriente arrolladora  de los  narradores de pura cepa.
                           

                               
  

"VOLVER A COMALA"

..."Se cuenta [...]que estando García Márquez en dificultades de escritura en un momento de la redacción de sus importantes piezas literarias, entró por la puerta de su casa una noche su amigo Álvaro Mutis y le regaló un libro. "Tenga",le dijo, "para que aprenda a escribir". Era un ejemplar de Pedro Páramo. ...Se cuenta [...] que alguien dijo un día delante de García Márquez que Rulfo no sabía literatura. "Pero sabe hacerla mejor que nosotros", contestó cortante García Márquez./
J.J. Armas Marcelo, El Cultural de El Mundo, 25 enero 2013

                 OTRA VERSIÓN:
Lo peor, sin embargo, era que no podía escribir.[...]
De pronto se oyó un ruido como de estampida de elefantes.
Sin duda era su amigo Álvaro Mutis que subía, como siempre al trote , los siete pisos.
Gabo le recibió con el gesto desesperado de escritor incapaz de escribir.
Álvaro traía un paquete de libros. Separó el más pequeño y lo catapultó contra el pecho de Gabo.
-¡Lea esa vaina ,carajo, para que aprenda! 
Era Pedro Páramo, y esa misma noche lo leyó dos veces. Luego leyó toda la obra de Juan Rulfo y admitió: 
-Su obra completa no son más de trescientas páginas. Pero son casi tantas y tan perdurables como las que conocemos de Sófocles.
Ya había encontrado el modo convincente y poético que estaba buscando. / Rafael Reig, Manual de literatura para caníbales.


                                


                     El ahogado más hermoso del mundo
"LOS  primeros niños que vieron el  promontorio  oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
   Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien les vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima  notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo  después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo. 
        


   No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasas, que las madres andaban siempre con el temor de que , y a los pocos muertos que les iban causando los años  tenían que tirarlos a los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron  el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

      
   Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se  quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía  cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

   No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca más tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con solo llamarlos por sus nombres y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondeo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las  mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
- Tiene cara de llamarse Esteban.                                  
                   
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos.
 Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer en pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí, Esteban, hágame el favor y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe, señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas, Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver  un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon los ojos con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los  hombres vinieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.   -¡Bendito sea Dios -suspiraron- es nuestro!
                                   
   Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento.Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí, mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar qué con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento
   Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizá hasta ellos se habrían impresionado con su acento gringo con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar , que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban. 
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito.Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por las pendientes escarpadas de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. 
   No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus puertas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en alta mar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, en el pueblo de Esteban".
                                                                                       

Imágenes  de  Colombia y muestras de "molas" los  tejidos bordados  de la cultura kuna que comparten zonas de Colombia y Panamá.



Gabriel García MárquezTodos los cuentos. DEBOLSILLO.   

El volumen contiene  cuatro colecciones de cuentos:
-OJOS DE PERRO AZUL
-LOS FUNERALES DE MAMÁ GRANDE
-LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA ERÉNDIRA Y DE SU ABUELA    DESALMADA
-DOCE CUENTOS PEREGRINOS
El ahogado más hermoso del mundo pertenece a La increíble y triste historia etc.